Esa mañana se preparó de una manera especial. Se arregló el pelo con especial esmero, se maquilló, y se puso ese par de tacones, especialmente bonitos, pero que le apretaban demasiado. Obvió su aburrido uniforme de oficina y eligió ponerse en su lugar ese vestido que solo se podía poner en ocasiones especiales, cuando estaba dispuesta a arrasar.
Era la hora de siempre cuando llegó al metro, pero sentía en su interior que iba a ser un día especial, distinto a todas esas aburridas jornadas laborales que llevaba experimentando desde hacía ya 2 años. Ana no era de la gran ciudad, pero se había adaptado a ella rápidamente; se había hecho con su sistema subterráneo de transporte como ningún forastero había logrado hacerlo nunca. Pese a ello, Ana odiaba viajar en metro, excepto por las mañanas, cuando viajaba en hora punta camino al trabajo. ¿El motivo? Allí estaba él.
1,90 metros, traje de chaqueta, sonrisa perfecta, barba perfectamente desaliñada, manos grandes, ojos oscuros, y pelo castaño ligeramente despeinado.
Ana disfrutaba de la compañía de ese extraño con el que dio por casualidad un día que decidió escoger el primer vagón del tren como su compartimento fetiche del metropolitano, y sabía que él disfrutaba de la suya durante las 11 paradas que duraba su trayecto. Su tímida sonrisa a la chica cuando ésta se resbaló con los restos de lo que parecía un café derramado lo confirmaba; o cuando cada mañana la pareja tenía la suerte de sentarse en uno de los incómodos asientos del vagón y coincidir frente a frente mientras se comían con la mirada. Pese a ello, la forastera nunca se había atrevido a mantener una conversación con el chico ni el chico con la forastera.
El chico despertó de su letargo y no dudó en arrodillarse ante su conquista, arrancarle la ropa interior, y comenzar a lamer su premio
Todo eso iba a cambiar. Ana estaba dispuesta a ir a por todas esta mañana. Estaba ya cansada de imaginar su nombre, cómo sería su tono de voz y si realmente estaría tan interesado en ella como ella lo estaba en él.
Próxima estación...
Ana temblaba. La situación era la de siempre para ambos. De pie, uno enfrente del otro, mirándose sin mirarse, sonriendo sin terminar de esbozar la sonrisa.
Próxima estación...
Dos paradas. Quedaban solo dos estaciones para que el chico volviera a levantar su cabeza, como cada mañana y salir con paso decidido del andén. Era el momento de actuar.
Ana levantó la cabeza. Lo miró de manera fulminante y comenzó a morderse el labio. Al chico eso le divertía. Se reía y le seguía el juego, y empezó a mirar desafiante a la chica.
Próxima parada...
Era la suya. El corazón le palpitaba a mil. Era ahora o nunca. No había estado tan cerca de mediar palabra con él en los dos años que llevaban coincidiendo en ese tren. Sin dar opción al chico, Ana estiró la mano, pulsó el botón que abría las puertas del tren, y arrastró al chico hacia el andén.
Ana le tapó la boca con un dedo y comenzó a besarlo manteniendo el dedo posado en sus labios. Al chico le gustaba, es más, le excitaba. La forastera lo notaba y ahora lo que menos le importaba era su nombre.
La chica volvió a arrastrar al chico, sin parar de besarlo, durante todo el anden, hasta llegar al ascensor. Allí volvió a mirarlo. No podía creer que por fin fuera suyo, que se hubiera atrevido. Ana pulsó el botón que llevaría a la pareja hasta el aburrido mundo exterior en el que nunca habían llegado a coincidir. La chica no quería perder la magia y decidió parar el ascensor ahí mismo y quitarse el vestido, dejando a la vista de aquel conocido extraño su anatomía en ropa interior.
La chica lucía un sujetador negro que resaltaba el poco pero resultón pecho con el que la había dotado la naturaleza y un tanga con transparencias que dejaba completamente a la vista su sexo.
Sin más dilación, el chico despertó de su letargo y no dudó en arrodillarse ante su conquista, arrancarle la ropa interior, y comenzar a lamer su premio. Los nervios excitaban a Ana, y los hábiles dedos de aquel chico y su espasmódico y ágil movimiento de lengua no ayudaron mucho a que la chica pudiera contener el primero de los muchos orgasmos de los que gozaría esa dichosa mañana.
Ana se tumbó en el suelo del ascensor y no pensó en nada más que hacer que su presa la llevara a lo más alto sin salir de aquel cubículo. La forastera no era egoísta, pero sabía que el motivo por el que la pareja se encontraba en el elevador era toda culpa suya e iba a aprovecharse de ello. La chica no buscó a tientas con sus temblorosas manos el miembro del desconocido hasta haber saciado su sed un par de veces más. Estaba empapado y era justo como ella había imaginado: grande y alargado.
La chica se arrodilló ante el extraño y disfrutó del sabor de su glande por algo menos de un minuto. Poco después de decidirse por darle placer al chico, Ana aprovechó la saliva que había depositado en el pene del desconocido como lubricante y sin mediar una palabra con él, le sonrió y comenzó a trotar encima del chico.
Tres minutos fueron suficientes para que el extraño decidiera levantar a Ana de entre sus piernas, se abriera la camisa, se bajara los pantalones por la cintura, y depositara en la cara de la chica el premio que ésta misma había conseguido por sus propios méritos.
Ana no iba a quedarse a medias y obligó al extraño a esparcir todo su ser por la cara de la chica hasta llegar a su boca, que esperaba abierta para devorar aquel espeso regalo.
-Yo me llamo Ana - dijo la chica sonrojada mientras buscaba a tientas su vestido en el pequeño espacio que ambos acababan de hacer suyo.
- Je suis Sylvain - afirmó el chico con un francés propio de Bruselas mientras ambos volvían a subirse al tren que los había llevado a vivir esa aventura.