Ahí estaba yo, sola, mirando aquella fotografía mientras me fumaba un cigarrillo. Fumar mata, o eso dicen las cajetillas del tabaco. Ojalá fuese cierto y la inhalación de humo fuese un explosivo letal para mis pulmones. Todo lo que creía sobre el amor, se ha evaporado. Todo lo que me enseñaron las películas de Disney, esas donde una princesa canta a los pájaros y despierta de una cama con un beso, ha sido una pérdida de tiempo. Porque seguramente, como esa frase de Defreds, Blancanieves estaba de resaca y solo necesitaba dormir.
Ojalá tuviera ese tipo de resaca, la de lagunas en mi mente y dolores de cabeza. Sin embargo, mi resaca es desagradable, es un malestar que solo se sanará con el tiempo. Porque dicen que no hay nada más horrible que el sufrimiento de un corazón roto. Lo que parecía ser el polvo de mi vida, se convirtió en un constante sufrimiento. Lo que presentía que sería el amor de vida, se quedó en una derrota más en el campo de batalla.
Mientras me ponía mi vestido escotado y ajustado, pensaba en si esa noche iba a ser distinta al resto. Mientras me pintaba los labios de color rojo carmín, dudaba de si conocería a una persona especial. Son las 10 de la noche y la cena estaba casi al caer. La pantalla de ordenador me avisaba de que el repartidor llamaría, en breve, a la puerta. Cuando estaba a punto de abrocharme mis stilettos negros, el timbre sonó ¿Quién diría que el amor tiene olor a La Toscana y que sabía a pepperoni?
Al abrir la puerta, ahí estabas tú, vestido con ese uniforme que no te favorecía nada y con un casco negro. Ninguno de los dos articulamos palabra alguna. Ambos nos quedamos en ese rellano, fijos, pensativos y encantados. No sé si pasó un minuto, dos o 30, el tiempo se detuvo y fuimos víctimas de una espiral temporal. Hasta que la vecina no tuvo otra hora para sacar la basura que justo en ese instante y fastidiarnos nuestro repentino flechazo.
"Aquí tiene su pedido...", decía. "Gracias, quédate con el cambio", le contestaba, mientras le soltaba el dinero en la mano. Cuando creía que eso se iba a quedar en una simple mirada cómplice, me inventé una de las excusas más absurdas del mundo. "Perdone, creo que se ha equivocado. He pedido una pizza de carbonara, no de jamón y queso", mentía. Él se sorprendía y me mirada dubitativo. Yo solo me derretía más, cual queso fundido.
Creo que pilló la indirecta. A los cinco segundos me empujó dentro de mi piso. A los 10 segundos temí por mi vida. A los 20 me relaje y a los 30 le comí la boca. Desde que nuestros labios se juntaron, una adrelina recorrió todo mi cuerpo, el mismo recorrido que él hizo con su lengua. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos ambos en el sofá desnudos. Al principio, ninguno quería dar el paso. Yo pensaba "¿cómo voy a acostarme con un pizzero?". Parece que a él no le importaba, porque dejó que me pusiese encima de su pene e hiciese con él lo que quisiese.
Creo que la última versión del Kamasutra se nos quedó pequeña. Hicimos todas las posturas sexuales, alguno incluso de invención propia. Del sofá seguimos en la cocina, yo encima de la encimera mientras él, de pie y con la mirada fija en mi rostro, me penetraba hasta quedarse sin aliento. Yo, mientras, le agarraba del cuello y le pedía que no parase nunca.
De la cocina llegamos a mi habitación para rematar esta increíble noche. Después de practicar sexo oral, yo me puse a cuatro patas y él me penetraba. Yo me corrí primero y él, seguidamente, se corrió sobre mi culo. Ambos terminamos aquella noche tumbados, mirándonos a los ojos y con una incertidumbre terrible sobre todo lo que había pasado.
Menos mal que esa no sería la única vez que le vería en mi piso, desnudo y dándome todo lo que quiero. Así estuvimos durante nueve meses, nueve meses increíbles de sexo, lujuria, pasión y amor. Cuando terminaba de hacer repartos, terminaba la jornada en mi cama. Los días libres los pasábamos haciendo planes de pareja, aunque nunca nos gustó dar seriedad al asunto.
Todo iba como la seda, hasta que llegó aquel día. En una tarde de cervezas con mis amigas, una de ellas comentó que se tiró a un repartidor de pizzas. Iván, ese era su nombre, no llegó a conocer a mi círculo de amistades, por lo que podía ser ese repartidor. Sin embargo, me hice la loca e ignoré esos pensamientos. Lo ignoré hasta que tuve a mano su móvil.
En ese preciso instante fue cuando sentí lo que es un engaño con todas las letras. Tenía guardado no solo el número de mi amiga, sino el de 10 mujeres más con las que compartía cada una de sus noches, 10 mujeres que también han visto su cuerpo desnudo y han sentido su pene dentro de ellas. Me di asco a mí misma, me sentí tonta y engañada. Quería matarlo, quería tirarle todos sus regalos a la cara y decirle la mierda de persona que era. Y así fue.
Le devolví todas sus cosas, excepto una fotografía, una imagen de los dos que se quedó olvidada en un cajón. Cogí aquella foto y la agarré con una furia sobrehumana. Debido a la impotencia que sentía, me fumé un cigarrillo en un par de caladas. Con esta historia de "amor", he aprendido dos grandes lecciones: que los flechazos son una invención de Hollywood y que no volveré a pedir comida a domicilio en mi vida.